miércoles, 11 de septiembre de 2013

lunes, 2 de abril de 2012

jueves, 24 de marzo de 2011

lunes, 8 de noviembre de 2010

29 – El sueño del pibe

Cada vez que los adultos suben al taxi con niños, tengo la secreta esperanza de sorprenderme con sus ideas, ocurrencias y comentarios (me refiero a los chicos). Y así sucede, con esa maravillosa espontaneidad que les brota por los poros, con ese infinito sentido de justicia que se les escapa de los gestos, con esa dulce lógica sólo acariciada por la ternura y la ingenuidad. El problema comienza cuando uno también escucha los mensajes que provienen de “los grandes” que los acompañan, aquellos que son divisados –hasta cierta edad– como héroes ejemplares, como modelos a seguir. En principio, se advierte en general que los escuchan poco y que cuando se deciden a hablar, las consignas son poco menos que temerarias. Los insultos, las descalificaciones, las burlas, las humillaciones y las amenazas, están a la orden del día con un grado de crueldad apabullante. Los tonos son imperativos y los contenidos extremadamente cavernícolas.

Los ejemplos son múltiples y aquí van solamente algunas macabras frases escuchadas por mí con gran estupor:
“¡Si no parás de molestar, voy a llamar a la policía para que te lleven preso!”.
“Te bajo en la esquina y te quedás sola, eh”.
“¡Dejá de llorar, maricón!”.
“¡Basta de galletitas; si seguís comiendo vas a reventar de lo gorda que estás!”.
“La verdad que no sé para qué te tuve; tan tranquila que estaba…”.

La mayoría de las veces, a estas bestialidades las sigue el silencio y la angustia, pero también existen algunos indicios de defensa por parte de los más pequeños:
– “¡Mirá que te pego, eh!”.
– “¿Ah, sí? Y yo te denuncio”.

O también:
– “Pero por qué no te suicidás…”.
– “Bueno, pero explicame qué quiere decir”.

Además de chirlos, tirones de pelo, tirones de oreja y algún cachetazo, lo que estos trogloditas también suelen hacer es tratar de buscar algún grado de complicidad con el conductor (el que suscribe), con frases del tipo “uy, qué va a decir el señor, seguro que ahora se va a enojar” y por supuesto no logran ni medio gesto de mi parte para amparar semejantes barbaridades. Por el contrario, cada vez que puedo meto un bocadillo demoledor, finjo no entender pero queda clarísimo que entiendo, o menciono a Unicef.
Sin embargo, siempre me quedo pensando en cómo seguirá la vida de esas niñas y de esos niños, y si es verdad que tanto la paz como la guerra se originan en cada casa, quizás no debamos sorprendernos si algunos conflictos aumentan ostensiblemente dentro de quince o veinte años.

Mientras tanto, todos deberíamos hacer lo humanamente posible para que se puedan desterrar estos abusos verbales, físicos y emocionales, que van sembrando los peores resentimientos en aquellos que están descubriendo el mundo.

Para conocer los derechos de las niñas, niños y adolescentes, ingresar en:
http://www.unicef.org/argentina/spanish/presentacion.swf

domingo, 31 de octubre de 2010


28 – El corazón al sur

“Fuerza” y “Gracias” fueron las palabras más escuchadas en los últimos días, junto a una inmensa movilización popular que reflejó la memoria, la emoción y el compromiso.

Se recordaron los hechos –heroicos, simbólicos, aguerridos– más que los discursos, en un país tristemente acostumbrado durante décadas a frases huecas, a promesas vacías, a dichos de ocasión que se evaporaban con rapidez apenas finalizaban los comicios. Pero ahora las palabras tenían forma humana y los acontecimientos una dimensión sólo astillada por el dolor.

Fuerza y Gracias, con el esperanzado aire fresco del pueblo en la calle, con los ideales en alto de los más jóvenes, en un oleaje que habrá espantado a más de un columnista televisivo ante la imagen de una ciudad vista como “endemoniada”, porque para algunos sectores, la espontánea y masiva movilización de los ciudadanos tiene algo de demonio, de incorrecto, de “aluvión zoológico” que los desespera, porque no lo pueden controlar.

Fuerza y Gracias. Y Cuidado: también hay gente que lamentablemente está festejando, que se abraza, que descorcha, que aplaude con otras intenciones, que se encolumna entre los parientes ideológicos de los que en otra época vivaban el cáncer; de aquellos que esperan que la enfermedad o la muerte ajena suplanten su propia incapacidad, porque por más que lo intenten, no se les cae una idea ni haciendo la vertical.

Fuerza y Gracias. Y Atención: las bestias carroñeras siguen acechando, dispuestas a enumerar los ingredientes de la receta y a devorarse lo que encuentren a su paso. Y si fuese posible, después de saciarse hasta el hartazgo, mojarán el pancito, lo frotarán con devoción por el plato y lo pondrán frente a la cámara para demostrar de qué manera multiplican la imagen que los muestra babeándose mientras el juguito salpica, apenas, la camisa propia hecha a medida con monograma bordado al tono, en medio de una carcajada estentórea y un provechito.

Fuerza y Gracias. Y Equilibrio, porque merodean los rottweilers de adentro y de afuera. Los primeros son bastante visibles: llevan mucho tiempo con la cadenita al cuello y la chapa con nombre, apellido, dirección, código postal y grupo sanguíneo preferido. Los otros deberán elegir rápidamente de qué vereda quieren estar, porque ya intentaron desmarcarse, cortarse solos, exigir protagonismo, coquetear y fingirse malabaristas.
Mientras tanto, en el entorno más cercano, debería haber espacio para fluir, para construir puentes en vez de cercos, para que el amor y el cuidado no se transformen en sobreprotección y aislamiento.

Mañana será un nuevo día, muy distinto y aún doloroso, pero tendrá renovadas fuerzas para seguir luchando por aquellas utopías que se advierten cada vez más nítidas en el horizonte.

sábado, 30 de octubre de 2010

martes, 25 de mayo de 2010

27 – Sueño azul

Idas y vueltas hacia el mismo lugar: el Paseo del Bicentenario. Durante varios días, el único punto de encuentro posible en la ciudad de Buenos Aires parecía ser el que tuviera alguna proximidad con la Avenida 9 de Julio. Y cuando un grupo se retiraba de allí y partíamos hacia los barrios más alejados, uno regresaba al lugar (o me hacían regresar nuevos pasajeros) para continuar con la celebración en un clima festivo y de unidad. Quizás deberíamos cuidar este espíritu de movilización popular y algarabía, sin necesidad de esperar próximos festejos del calendario. Tal vez –me gustaría creerlo así– existan muy cerca de nosotros las señales propicias para la convivencia democrática y la tolerancia. Doscientos años atravesados por distintas formas de violencia, deberían convocarnos a la reflexión, a la sensatez y a la armonía, para cambiar favorablemente el curso de la historia que vendrá.
Que así sea…

jueves, 17 de diciembre de 2009

sábado, 31 de octubre de 2009

26 – Canción desesperada

Uno escucha todo el día la descalificación permanente hacia los demás, como revelación de una escasa tolerancia teñida por el enfrentamiento. Puede ocurrir entre dirigentes políticos, hinchas de fútbol, o vedettes de turno, pero detrás de ese “circo” más o menos producido, emerge la confrontación como único camino para desautorizar lo que el otro piensa, dice o hace.

Y en medio de ese coro cavernario, también asoma la paradójica negación de ese “otro” ocasional. “Vos no existís”, dice alguien a los gritos, mientras se dirige a quien, al mismo tiempo, le clausura toda entidad. Un diálogo de sordos, en el mejor de los casos, que no parece conducirnos a una idea ligeramente elaborada. Maquillaje estridente y variado cotillón, para no reconocer la inmensa pereza intelectual que abunda.

Pensaba en estas cuestiones, mientras manejaba al final del día para llevarle el auto al dueño, cuando recordé aquel gesto del ajedrecista danés Bent Larsen. Hace muchos años, durante un torneo jugado en Buenos Aires, el gran maestro internacional “se dejó” dar jaque mate, en vez de abandonar la partida varias jugadas antes, cuando el final ya era irremediable. Al consultarlo por la “osadía” (ningún ajedrecista de ese nivel llega hasta el final de la partida, sino que declina su rey a tiempo), Larsen contestó que había decidido homenajear a su oponente por la maravillosa combinación de jugadas, que incluyó el sacrificio de una pieza en pos de la victoria. Y agregó que el hecho de abandonar le hubiera quitado belleza a la partida.

Quizás, algún día, ante el potente tiro de media distancia que se dirige hacia el ángulo, el arquero, aún sabiendo que todo esfuerzo será inútil para evitar el gol, decida volar y estirarse con sus máximas fuerzas, en vez de quedarse clavado sobre el pasto, solamente para contribuir con el suspenso y la emoción del espectáculo futbolístico.

Quizás, algún día, después de una jornada electoral, quienes obtuvieron menos votos, feliciten sinceramente a quienes triunfaron por la voluntad popular.

Quizás, algún día, se recuerde ese gesto de ofrenda y reconocimiento de Bent Larsen; un gesto que parece pequeño en los trebejos olvidados del tiempo, pero que se agiganta para mí en esta noche de lluvia.

viernes, 14 de agosto de 2009

25 – A quién le puede importar

Un típico ejemplar de pasajero agobiante es aquel que no sólo se siente en la obligación de contar anécdotas personales sumamente pueriles, sino que nutre el extenso relato con detalles irrelevantes. Es el mismo que suele añadir: “si yo le contara mi vida, se podría escribir un libro”, aunque lo más trascendente que le ocurrió durante su existencia fue perder el subte en 1984 por culpa de un kiosquero que se demoró en darle el vuelto cuando compraba un paquete de pastillas de anís. Si por algún diabólico alineamiento de los planetas ese libro llegara a editarse alguna vez, no lo leería ni la familia, que ya está exhausta de escuchar las mismas historias insignificantes en asados, bautismos y cumpleaños.

Como si no fuera suficiente con este deleznable panorama, el señor en cuestión hace acotaciones ante cada frase, bifurcando hasta el infinito el sentido inicial de la pálida historia y llevándola hasta el paroxismo del hartazgo.

Apenas sube e indica la dirección a la que se dirige, arremete sin anestesia: “¿está fresquito, no? Yo me quedaría tomando mate en la cama tapado hasta acá, pero tengo que ir a la casa de mi primo. Bueno, en realidad no somos primos, porque lo crió desde chico una hermana de mi tía, una señora muy buena que ya falleció. Pobre, era tan buena que el velatorio tuvo que durar dos horas más por toda la gente que había ido a despedirse. ¡No se terminaba más! Y eso que había estado internada durante siete meses en terapia intensiva; no, miento, seis meses y medio, pero la gente seguía llegando desesperada como si hubiera tenido muerte súbita. Mire, me acuerdo y... se me hace un nudo en la garganta. ¿Cómo puede ser que una persona tan buena haya tenido que sufrir tanto, mientras que hay tantos desgraciados, delincuentes, que viven lo más campantes? ¡Qué injusticia, señor, qué injusticia! Sin ir más lejos, el otro día estaba escuchando en la radio a un doctor, ese de bigotes que siempre está en la televisión… Uno que tiene la voz gruesa y…, bueno, ya me voy a acordar... Este doctor –¿cómo era que se llamaba? – hablaba sobre los límites de los jóvenes. ¿Qué límites le gritaba yo a la radio? ¿Usted se fijó lo que pasa ahora? ¡Cualquier cosa! En mis tiempos le daban un mamporro y calladito la boca, señor. Después no pude seguir escuchando porque sonó el teléfono; serían las tres menos cuarto, no, miento, tres menos diez. Me acuerdo porque es justo la hora en que saco a dar una vuelta a la perra, una salchicha que tiene un carácter que te la voglio dire. A mí me la regalaron de grande, pero se conoce que cuando era cachorrita le gritaban o algo, porque siempre está exaltada, muy nerviosa. Yo lo hablé varias veces con el veterinario, un señor muy correcto, y me dijo que podía ser. ¡Hay que ser un mal nacido para maltratar así a un animalito! A mí me preguntaron un sábado si quería a la perrita y el martes ya la tenía en mi departamento... ¿Martes? Sí, sí, era martes, porque yo justo volvía de hacer las compras para el puchero. Dejé las bolsas del mercado y ahí nomás la fui a buscar a Tacuarí al 400, entre Belgrano y México; no, miento, entre Belgrano y Venezuela. Hacía un frío ese día; así que cuando me la dieron la abrigué bien con una bufanda que me había tejido mi cuñada. Roja y negra era la bufanda; bueno, también tenía unas líneas muy finitas en gris, pero gris clarito... Mi cuñada me la había regalado para la Navidad de 1991, así que mire de cuándo le estoy hablando. Me acuerdo que esa noche, justo cuando terminamos de comer la ensalada de frutas, mi sobrino saludó a todos y dijo que se iba a brindar a la casa de la novia. No sabe la que se armó. Con decirle que después de las doce yo agarré mi bufanda y me fui porque todavía estaban todos a los gritos. Como yo siempre digo: una cosa es la libertad y otra muy distinta el libertinaje. (Suspira). Qué le va a hacer; son cosas de familia… Y hablando de familia, le contaba que voy a verlo a mi primo; bueno, es como si fuera mi primo, porque está por poner un Parripollo en Floresta. Pero no es un negocio cualunque ni un lugar de morondanga; nooooo... ¡Es un señor local! Muy grande, iluminado, ahí en Emilio Lamarca a media cuadra de Rivadavia. ¿Ubica? Usted sabe que a la vuelta de ahí vivía un amigo del colegio. No, miento, un compañero, porque la amistad es otra cosa…".

viernes, 10 de julio de 2009


24 – Tu diagnóstico

Desde hace más de veinte días, el tema casi excluyente que obsesiona a los pasajeros está vinculado con la gripe A. Durante más de diez horas por día escucho todo tipo de comentarios acerca de los síntomas, prevenciones, barbijos, alcohol en gel, estadísticas, vacaciones anticipadas y guardias médicas, además de una variada gama de teorías conspirativas con respecto a las motivaciones para no difundir los datos “reales”, que van desde los gobiernos de más de 120 países, la Organización Mundial de la Salud, los medios de comunicación y los laboratorios, hasta organizaciones terroristas internacionales, espías, bancos, el Fondo Monetario Internacional, agentes de inteligencia, hackers y extraterrestres.
Todos parecen ser médicos, historiadores, expertos en geopolítica, presidentes de organizaciones no gubernamentales, economistas, bioquímicos, funcionarios públicos y detectives.
Todos tienen por lo menos un amigo que posee información secreta de primera y que se las confió exclusivamente a ellos.
Todos conocen a alguien que se las sabe todas, que la conoce lunga, que les bate la justa, aunque la historia que repiten sea de lo más absurda e hilarante.
Todos reciben “el” dato de alguien que vive en el exterior y que conoce lo que aquí no se difunde, debido a supuestas censuras, presiones de grupos de poder, amenazas corporativas y bloqueos tecnológicos segmentados en el flujo globalizado de las noticias.
Todos intercalan, cada dos oraciones, la palabra Tamiflú.

Una mujer llegó a decirme muy seriamente que había juntado firmas entre las madres y padres de sala violeta del jardín de infantes donde concurre su hijo, para que las docentes se abstuvieran de cantar El payaso Plin Plin, por considerar que la última estrofa podía ser nociva para la salud de la comunidad educativa de la institución.

Lo peor es que cuando uno se baja del taxi, continúan los comentarios sobre el tema en la radio, la tele, la calle, los negocios, y resulta difícil sustraerse a la insistente paranoia generalizada.

Hace tres días tuve que ir a hacer un trámite y mientras subía en el ascensor de una empresa, un tipo estornudó. Cuatro personas se dieron vuelta, como eyectadas por resortes, y lo miraron al señor con una ferocidad tan demoníaca como si estuvieran delante de un asesino serial. Se contuvieron de increparlo, denunciarlo y desearle que fuera sometido a comparecer ante el tribunal más cercano a su domicilio en el marco de un juicio oral y público, y no hubieran dudado en lincharlo ante las cámaras de Crónica TV.

En una de las oficinas había una señora con barbijo y era observada con asquito por la mayoría de la concurrencia, que hacía recorridos extraños sólo para pasar lo más lejos posible de “la infectada” y así poder cumplir a rajatabla con las precisas indicaciones de reivindicar el aislamiento social que preserve la tranquilidad de la población.

Como en una novela de Saramago, alguna peste masiva desnuda lo más deleznable del género humano. Y después, sólo algunos logran advertir que lo peor no estaba en los síntomas febriles…

miércoles, 20 de mayo de 2009

martes, 19 de mayo de 2009

23 – Responso

Dejé a un pasajero, por Bartolomé Mitre, en la estación de trenes de Once. En la esquina doblé hacia la izquierda y la infancia se me vino encima. Con todo el “debate” generado por los carrilles y algunas modificaciones en el sentido de las calles, no había reparado que cuando yo era chico, la Avenida Pueyrredón también era doble mano. Igual que ahora.
Inmediatamente recordé que –de pequeño– yo debía viajar varias veces por semana hasta Palermo, y entonces tomaba el 132 hasta Once, y luego el 64 o el 68. Y cuando hoy doblé por Pueyrredón, fue como entrar en el túnel del tiempo porque vino a mi memoria un día como hoy, pero hace exactamente 34 años.
Era el cumpleaños de mi madre y mientras yo seguía con la rutina de ir hacia Palermo, esperaba regresar pronto a mi casa para festejar su día con ella. Pero cuando el 132 dobló por Pueyrredón y me bajé exactamente a mitad de cuadra, en la puerta de Banchero, noté que varias personas lloraban por la calle. Al principio no entendía lo que pasaba (para mí era un día de fiesta), aunque a los pocos minutos me topé con la portada de los vespertinos que anunciaban la muerte de Aníbal Troilo. Me subí al 64 como un autómata. Estaba aturdido, angustiado; no podía ser verdad. Pichuco, el que cerraba los ojos para regalarte el alma mientras acariciaba el fuelle, ya no se iba a despertar de ese sueño musical que derramaba entre la gente.

Yo sólo era un pibe que paladeaba tangos y que esperaba regresar pronto para abrazar a mi mamá. Y ese día, no pude evitar sumarme con un par de lágrimas al silencioso coro popular.

Hoy volví a quebrarme al recordar en un giro que no transitaba desde hacía mucho tiempo, aquella tarde con las emociones a flor de piel...

domingo, 10 de mayo de 2009

22 – Besos brujos

Desde hace años, en Callao al 200, conviven un local comercial de Pierre Cardin con un local político del Partido Comunista (ambos tan diferentes, pero con las mismas iniciales: PC). Resulta extraño que a nadie se le haya ocurrido poner a alguno de los lados un comercio de computadoras…

sábado, 9 de mayo de 2009

21 – Cómo se pianta la vida

El libro Bajemos un cambio presenta 40 obras de 20 dibujantes y humoristas gráficos, para alertar acerca de la inseguridad vial. Se distribuirá gratuitamente en establecimientos educativos para crear conciencia sobre el tema, pero con humor.
Entre los autores, podemos citar a: Sábat, Caloi, Sendra, Crist, Garaycochea, Rep, Maicas, Langer, Tabaré y Daniel Paz.
Las obras que integran el libro se encuentran expuestas, y la muestra puede visitarse hasta el 29 de junio en el Pasaje La Piedad número 17 (B. Mitre 1575), de lunes a viernes, de 11 a 14 y de 15 a 19.


Y recientemente, recibí un video realizado por la Escuela Superior de Creativos Publicitarios, que nos recuerda –también con humor– que podemos evitar accidentes.

jueves, 7 de mayo de 2009

20 – Mano a mano

Santiago Gori maneja un taxi en la ciudad de La Plata, y el 22 de abril un pasajero se “olvidó” en su auto una mochila con 130.000 pesos. Santiago le devolvió el dinero a su dueño, pero el gesto no pasó inadvertido.

Los creativos publicitarios Nicolás Diaco y Ezequiel De Luca, crearon una página (
www.devolvelelaguitaaltaxista.com) para que todos puedan hacer donaciones en dinero, objetos, servicios, productos, palabras de aliento o abrazos, y recompensar así la honradez de nuestro colega.

Los obsequios son diversos: entradas para el teatro, reparación de electrodomésticos, pastel de papas, una bufanda tejida a mano, y hasta clases de snowboard en Bariloche.

La página recibe –hasta ahora– 1.000 visitas por día.


sábado, 28 de marzo de 2009


19 – Suerte loca

La última semana de cada mes se torna arisca para conseguir viajes: el bolsillo aprieta, las cuentas no cierran, y todos tratan de estirar los restos del sueldo anterior hasta el próximo día de pago.

Los atenuantes que funcionan entre el 5 y el 25 del mes –mucho calor, mucho frío, lluvia torrencial, escasez de monedas para el colectivo, apuro en llegar, cansancio– se diluyen rápidamente durante estos días, en los que creemos que manejamos. En realidad, remamos con tenedores de postre en medio de las Cataratas del Niágara, o con sahumerios en un gran charco de dulce de leche repostero.

Cuando por fin ligamos un viaje, es de quince cuadras. Y después, sin resignarnos, una vez más empuñamos los remos para volver a la batalla.

Los números de hoy no me daban para nada. O mejor dicho: me daban lástima, porque las horas transcurrían y se empezaban a esfumar las más recónditas esperanzas de llevarme un manguito para casa después de haber trabajado durante todo el día.

Empezó a caer la tarde y enfilé por la extensa avenida como para dar por concluida la jornada. Me despabiló un brazo en alto del señor que cruzaba por la mitad de cuadra, dispuesto a subir al taxi. Aparentemente, recién salía del Bingo y estaba sonriente. Crucé los dedos suplicando que fuera cierto, porque lo único que me faltaba para rematar el día era llevar a un seco.

Saludó, me dijo la dirección y hasta me indicó espontáneamente el recorrido. ¡Era un viaje bastante largo! Y como si eso fuera poco, el señor se bajaría a escasas cinco cuadras de donde debía entregar el auto. Calculé el importe y suspiré aliviado: ese iba a ser el último viaje por hoy.

El señor seguía con la sonrisa colgada, y ajeno a las precauciones vinculadas con la seguridad, comenzó a hablar. Me contó que había ganado un bingo de 800 pesos, que venía perdiendo y que ya se estaba por ir cuando el azar le juntó en su cartón los quince números que necesitaba. Cifra más, anécdota menos, me relataba (sin saberlo) varias sensaciones de mi propia jornada.

Me habló de su vida, de tango, casinos y cabaret, y en el camino me pidió que nos detuviéramos en un kiosco para comprar bebidas, cigarrillos y golosinas.

Cuando llegamos a su domicilio, el señor sonriente redondeó para arriba la cifra que marcaba el reloj y le agregó una propina.

“¡Suerte!”, me dijo al bajar.

Yo agradecí, apagué la luz de la banderita, trabé la puerta derecha trasera y manejé las últimas cinco cuadras del día. La diosa fortuna se había apiadado de mí, por carácter transitivo.

viernes, 20 de marzo de 2009

18 – Palomita blanca

La esquina de Córdoba y Gallo, podría ser rebautizada como “Rebelión en la granja”.

domingo, 15 de marzo de 2009


17 – Golondrinas

Domingo por medio tengo la opción de salir con el taxi y que todo lo recaudado sea para mí. Por supuesto siempre acepto la alternativa, aunque esa semana me quede sin mi día franco. La franqueza más punzante, inevitablemente viene con las cuentas que hay que pagar.

Un día como hoy tiene una ventaja: uno no siente la presión por tener que hacer –con cierta rapidez– el dinero para el alquiler diario del auto. De lunes a sábado, cuando a las dos de la tarde todavía no se llegó a cierto nivel de recaudación, resulta natural empezar a hacer cuentas y proyecciones para que no nos tape el agua.

Y así como en el teatro hay un público diferente de acuerdo con el día de la semana que se trate, en el taxi ocurre algo similar. El domingo por la mañana aparece el pibe que se quedó a dormir en la casa de la novia, la abuela que va a visitar a los nietos y las parejas con hijos chicos.

Por la tarde ya se percibe el clima futbolero, el encuentro de amigos, los traslados familiares, y el regreso temprano a casa porque mañana hay que volver al trabajo y a la escuela.

Para mi sorpresa hoy trabajé bastante bien, encadenando viajes desde los lugares más alejados de la ciudad. Y así como durante el resto de la semana se escuchan las quejas, los apuros y las broncas de la realidad, el domingo es un día propicio para una tregua, para bajar un cambio, para que la efímera calma nos cobije por un rato.

Yo también lo agradezco, aunque todos sepamos que mañana será lunes, y que la carroza de nuestra momentánea tranquilidad volverá a mostrar su verdadero rostro de calabaza angustiada.

sábado, 28 de febrero de 2009


16 – Fuimos

Muchos pasajeros que suben al taxi, inician el diálogo con una frase del estilo: “¡qué me cuenta de lo que dijo…”. Y en esos puntos suspensivos puede estar desde un funcionario público, hasta la estrellita de moda, pasando por el familiar de un deportista.

A continuación el pasajero hace una serie de comentarios al respecto, cuyo remate –según la frase, el tema, la persona que lo dijo y la edad de quien lo repite– desemboca alternativamente en: “¿a usted le parece?”, “así no se puede vivir”, “¡qué barbaridad!”, “ya no hay educación”, ¿hasta cuándo nos van a mentir?”, “que la corten, loco” y “siempre la misma historia”.

En ocasiones, todo esto remite a generalizar lo particular en los siguientes párrafos. El pasajero, envalentonado y con aire doctoral, esgrime: “acá tendríamos que hacer como en Canadá. Yo tengo un primo que vive en Québec y…”.

Por supuesto, en todos los casos descriptos me limito a intercalar un “ajá”, una frase breve, o a demostrar un supuesto interés para que el pasajero continúe editorializando.

Lo que me preocupa es que se le dé tanta dimensión a las palabras en comparación con las acciones. Existe una preocupación descomunal por lo que dijo fulano, pero no con lo que hizo o hace. Y muchas veces eso es distinto o peor que lo emitido a través de su voz.

Y así nos encontramos con enfáticos discursos políticos que señalan: “vamos a terminar con la desigualdad, la corrupción y la miseria”, y aunque hay gente que aplaude y se ilusiona, uno comprueba rápidamente que nada de eso sucede.

También está ella que le pide a él (o viceversa, o ella a ella, o él a él): “decime que me querés”, y ella o él lo dicen, aunque rara vez lo demuestren.

Además está el empleador que felicita a su empleado por el desempeño, compromiso y lealtad con la empresa, pero le impone más trabajo y responsabilidades por el mismo sueldo, y que ni se le ocurra llegar un minuto tarde.

Cualquier persona que va a comer a un restaurante, sabe que “milanga con fritas” tiene un precio, pero en otro lado el mismo plato cuesta mucho más si se llama “tiernas lonjas de ternera doradas con arpegios de oliva, en suave contorno de papines crujientes”.

Cuando yo era chico, la palabra no solamente estaba asociada a la acción sino también a la honorabilidad. Mis ojos de niño veían que cuando se legitimaba un acuerdo entre dos personas, ambas se daban la mano y pronunciaban la frase: “palabra de honor”. Con eso bastaba, y era mucho más importante que un contrato o una firma.

En algún momento –no recuerdo cuándo– esa expresión fue cayendo en desuso, y también se acentuó la dicotomía, el quiebre, el divorcio, entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se piensa.

martes, 24 de febrero de 2009


15 – Barrio de tango

Hay determinados horarios del día en los que se trabaja relativamente bien: los viajes se encadenan y uno no tiene tiempo para aburrirse.

Pero luego sobrevienen las mesetas, con prolongados y cansinos períodos. Uno maneja muy lentamente, integrado en la caravana de la suerte, esperando pasar por el lugar adecuado en el momento exacto.

Hay quienes utilizan estrategias o “picardías” para salir de la morosidad. Algunos doblan para escabullirse de la hilera fatal, pero a veces ingresan en otra. Están los que simulan una demora todavía mayor para forzar que el corte de semáforo los deje ubicados en el primer lugar de la esquina, pero el pasajero justo elige el segundo o el tercer taxi. Otros, plantean teorías supuestamente infalibles en las que convergen horarios, estadísticas, zonas y datos del clima, pero en vez de llevar pasajeros tienen tiempo para referirnos esas historias en un bar.

Yo, que no me puedo sacar cierto sentido romántico y nostálgico de la vida, cada vez que el trabajo se empantana, viajo literalmente al barrio de mi infancia. Y allí –o en el camino– aparece alguna persona dispuesta a subir al taxi.

En esas ocasiones, mientras manejo, sobrevienen recuerdos familiares, amistosos, de esquinas, de amores y desengaños. En realidad, creo que voy a buscar refugio, o tal vez a visitar al niño que fui, para decirle al oído que el futuro ya llegó, que observar a la gente por la calle es como ir al cine gratis todo el tiempo, y que la clase media no existe: son los padres.

Y después, me voy cantando bajito, como en un sueño…, que no me deja dormir.

lunes, 9 de febrero de 2009


14 – Cordón

Un día libre siempre es bienvenido. Aproveché el tiempo para relajarme, pero también para salir a caminar. Después de tomar todos los días dos colectivos de ida y dos de vuelta, y de estar sentado en el taxi más de doce horas, recorrí las calles con otra perspectiva.

Cuando uno camina, despreocupadamente, tiene tiempo de observar los detalles, de apreciar el estilo de una construcción, de fijar la mirada en una cúpula que hasta ahora parecía escondida, de tomarle el pulso a otros latidos de la ciudad.

Inevitablemente, también fijé mi atención en los taxis y en sus conductores. Gestos, códigos, distracciones, actitudes y destrezas.

Siempre se aprende algo, si uno tiene la mirada atenta.

El día se me hizo corto. Se terminó el recreo. Ahora hay que prepararse para una nueva semana de trabajo, que tendrá más vértigo que este apacible domingo de sol.

viernes, 6 de febrero de 2009


13 – Tomo y obligo

Los taxis deberían venir equipados con un baño químico, una manguerita..., no sé, algo que permita satisfacer rápidamente el irremediable deseo de orinar del chofer. Cuando uno está tantas horas arriba del auto y comienza a sentir que la vejiga se expande, sobreviene un oleaje desesperado que inunda la razón. Lo único que uno desea en ese momento es encontrar un lugar propicio para hacer la escala técnica de rigor y proseguir con la jornada laboral.

También se plantea una situación contradictoria, porque cada persona que está parada en la vereda es un potencial pasajero, y uno espera –ansía– que esa mano se levante, que exista alguna señal que colabore en asegurar el sustento diario. Pero cuando la mente está obnubilada por la vejiga crecida, uno no sabe si desear que ese viaje se concrete o no. Por un lado están los mangos, pero también sobrevuela la sensación de que no nos vamos a poder aguantar.

Es una fija: cada vez que necesitamos orinar de forma imperiosa y buscamos la estación de servicio salvadora, aparece un pasajero. Y no es un viaje de veinte cuadras, sino uno que nos hace cruzar la ciudad, que nos conviene económicamente, pero al mismo tiempo nos pulveriza en esos 27 minutos fatales. Parece que fuera a propósito, como una jugarreta cotidiana que nos pone a prueba, pero la mayoría de las veces sucede así.

Por supuesto, la necesidad manda y hay que asegurar el billete.

Casi pálidos y retorcidos en la butaca, hacemos el viaje que no está exento de calles cortadas, embotellamientos de tránsito, piquetes y otras demoras.

Pero hay algo peor: durante el trayecto, para contener el tsunami urinario que se avecina, nos gustaría poder cruzar las piernas. Por el contrario, debemos moverlas muchas veces y hacer presión con ellas, porque los tres pedales esperan allí, ajenos a nuestras necesidades más elementales.

El peor corolario de esta secuencia ocurre cuando el pasajero por fin desciende en una zona poco transitada, y antes de que cierre la puerta para habilitar nuestra rápida huída, otra persona se para al lado del auto dispuesta a subir.

Y allí comienza otra vez la historia, con toda nuestra humanidad a punto de explotar.

viernes, 30 de enero de 2009


12 – Buenos Aires es tu fiesta

Ya lo escribió el poeta Horacio Ferrer: “las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo…, ¿viste?”.

Y a medida que uno transita más y más por la ciudad, encuentra indicios, señales, acaso evidencias.

Por ejemplo: Libertad e Independencia jamás se cruzan. Tampoco lo hacen 25 de Mayo y 9 de Julio.

Piedras se convierte en Esmeralda.

Rosales y Espinosa se encuentran en barrios distintos, y ninguno es Flores.


Molière está entre Virgilio y Víctor Hugo.

El Nene nace en Sastre.
Al 5900, muere Nazca.


Córdoba, Corrientes, Entre Ríos, Jujuy, San Juan y Santa Fe son las únicas provincias que ostentan su homenaje en respectivas avenidas. Todas las demás –¡menos Buenos Aires!– solamente tienen calles.

Madrid, París, Roma y Viena, están entre Liniers y Versalles. En cambio, Nueva York, Londres y Berlín se encuentran en Parque Chas.

No hay ninguna calle que se llame Argentina, pero sí Islandia.

Y además, puedo deslizar algunas sugerencias: no resulta conveniente andar con plata en Oro, ni peinarse en Cabello, amanecer en Gallo, beber agua en Ginebra, separarse en Pareja, seguir en Doblas, o parar en Seguí.



MAPA DE LA CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES:
http://mapa.buenosaires.gov.ar/sig/index.phtml
http://www.mapashoy.com.ar/paol/

jueves, 29 de enero de 2009


11 – Desencuentro

Algunos pasajeros deben imaginar que porque uno conduce un taxi, tiene el deber y la obligación de conocer hasta el más recóndito sitio de Buenos Aires, una ciudad cuya extensión supera los 200 kilómetros cuadrados. Y no sólo eso: pretenden que sepamos las continuidades de todas las calles que cambian de nombre, el emplazamiento exacto de los espacios verdes, la ubicación y la altura de avenidas, calles y pasajes, para qué lado son mano, y cuáles son los accesos que están cortados justo ese día.

Ayer se subió un pasajero y me dijo:
– Lléveme a un gimnasio.
– Buenos días… ¿A cuál?
– ¡A un gimnasio! ¿No conoce ninguno por acá?
– No, no conozco ninguno.
Por supuesto, el joven de abundante musculatura se bajó rápidamente, visiblemente molesto y sin emitir ni una palabra.

Hace unos días, una mujer me indicó la dirección a la que quería dirigirse, en un barrio lindante con los límites de la Capital Federal.
Con sinceridad, le dije:
– Ubico la zona, pero no la calle…
– ¡Debería saberlo! ¡Usted es el profesional!

En este punto, propongo el siguiente razonamiento: supongamos que uno va al médico, que además es una eminencia en su especialidad. Después de describir las dolencias, los síntomas y de someternos a una exhaustiva revisación, el doctor nos pide diversos análisis y estudios porque aún no quiere arriesgar un diagnóstico. En la próxima visita, con todo el material solicitado, el médico propone convocar a un colega para una interconsulta, además de pedirnos nuevos estudios más complejos todavía. A nadie se le ocurriría decirle, de mal modo:
– ¿Cómo que todavía no sabe qué tengo? ¡Usted es el profesional!

Recordemos que en el caso del taxi, nos referimos al traslado de un lugar a otro; en cambio, en el último ejemplo descripto, está en juego la vida –o por lo menos la salud– de esa persona.

Entonces, ¿por qué la duda o el desconocimiento es sinónimo de una prudente virtud para algunos y una porquería despreciable para otros?

¿Seré un mal taxista por no saber cuál es el camino más directo entre Ruiz De Los Llanos esquina El Recado y Zamudio al 3200?

Podría continuar haciendo otras preguntas, pero prefiero seguir pensando en las posibles respuestas…

sábado, 24 de enero de 2009


10 – Ave de paso

Cada dos o tres días me sucede lo mismo: distintos pasajeros me piden que los lleve al mismo lugar. Como si se hubieran puesto de acuerdo, como si estuvieran confabulados, como si una conexión invisible los uniera, tanto mujeres como varones de distintas edades, que se suben al taxi en los puntos más distantes de la ciudad y en diferentes horarios, confluyen en su petición de dirigirse a la misma esquina.
La primera vez que me ocurrió, pensé que se trataba de una sumatoria de coincidencias o casualidades, pero el jueves –sólo por citar un ejemplo– tuve que ir siete veces al mismo sitio.
El primer razonamiento más o menos lógico que uno pretende esgrimir es la posible atracción de ese lugar para la convocatoria: ¿venderán allí las entradas para el concierto de un artista internacional?, ¿habrán publicitado ofertas irresistibles en un comercio?, ¿alguna empresa generó una extraordinaria convocatoria laboral?
Las opciones se desvanecen. Durante todo el día, mientras manejo, estoy pendiente de la radio y, luego, a la noche, miro algunos noticieros televisivos y consulto los diarios por Internet. No encuentro ningún indicio, ni siquiera mínimo, que permita justificar lo que ocurre.
Ayer, cuando llevé a lavar el auto antes de culminar la jornada laboral, aproveché para conversar con otro taxista que lleva muchos años en este oficio. Como al pasar, le comenté estas coincidencias recurrentes, esperando que me respondiera que a él también le ocurría algo similar, pero me miró extrañado, y hasta percibí que él intuyó cierta exageración de mi parte.

Hoy, en distintos momentos del día, cuatro personas me pidieron que las llevara a la misma iglesia. Cuando por segunda vez manejaba hasta allí, supe que regresaría nuevamente. Por supuesto, no me sorprendieron los últimos dos pedidos para dirigirnos exactamente al mismo lugar.

Después me causé un poco de gracia: mientras yo me empeñaba en buscar respuestas racionales, los pasajeros volvían a conducirme a esa iglesia.


Entonces, con mi agnosticismo a cuestas, pensé que quizás podrían existir algunas señales que no alcanzaría a comprender…

lunes, 19 de enero de 2009


9 – Como dos extraños

Algún día tenía que ocurrir.
Desde que comencé esta nueva etapa manejando un taxi, siempre pensé –acaso como una fantasía– que algún amigo o conocido iba a subir como pasajero.
Cuando vi la mano estirada de ella, haciéndome señas para que me detuviera, la miré y pude reconocerla de inmediato. Era una ex compañera de trabajo. Pero, ¿qué haría ella? ¿Se daría cuenta de quién era yo? Y si eso ocurría, ¿se sorprendería, o fingiría no haberme reconocido?
Ella podría tener algunos atenuantes: yo estaba conduciendo un taxi, tenía casi veinte kilos menos desde que nos habíamos visto por última vez cinco meses antes, me había afeitado la barba y usaba lentes oscuros.
Esperé, entonces, a ver qué sucedía.
Ella subió, la saludé sin darme vuelta, y me dijo la dirección a la que nos dirigíamos. Era un viaje de treinta cuadras, aproximadamente.
Durante el trayecto, ella no habló. Yo tampoco invité a generar una conversación. Ella iba pensando, abstraída.
Cuando nos íbamos acercando al final del viaje, tuve que preguntarle si quería que la dejara en la esquina de la dirección indicada, o prefería dar la vuelta –lo que implicaba un costo levemente mayor– para poder detenerme en la puerta. Ella, casi mecánicamente, respondió a favor de la segunda opción.
Imaginé que en ese momento me iba a reconocer por la voz, como le ocurría al viejo criado en el tango La casita de mis viejos. Pero no fue así.
Dimos la vuelta, llegamos, me pagó, saludó y se bajó del auto.
Yo me quedé guardando el dinero con parsimonia, para “relojear” si ella miraba, se daba vuelta, o quería confirmar mi presencia allí. Sin embargo, siguió su camino.
Nunca supo que su ex compañero de trabajo –devenido en taxista– la había llevado.

Disfruté en silencio de esa situación y mi alma de niño me convidó una sonrisa. Aún de grande y en un trabajo no elegido, tenía espacio para jugar al hombre invisible, o para sentirme como un súper-héroe de barrio, con identidad secreta.

lunes, 12 de enero de 2009


8 – Soledad

Hace un par de días, un señor mayor subió al taxi. En vez de decirme la dirección a la que quería ir, optó por indicarme el camino. Yo lo acepté con agrado, porque siempre prefiero que el pasajero viaje a gusto. Así transcurrieron diez minutos.
En un momento advertí que íbamos a volver a pasar por una esquina que habíamos cruzado recientemente. Lo primero que pensé –uno está muy condicionado por la inseguridad que se vive– es que podía tratarse de una señal para que me robaran, pero instintivamente miré de reojo por el espejo retrovisor y vi al señor mayor con un gesto de molestia.
– ¿Sigo derecho? Mire que ya pasamos por esta calle…
La única respuesta que recibí fue el silencio. Insistí amablemente con la pregunta y mi observación, para saber cómo continuaríamos con el recorrido.
Entonces, el señor mayor, con cierta vergüenza, alcanzó a decir:
­– ¿Dónde era que vivía yo?
Por un instante me derrumbé. Luego, me reproché en secreto el hecho de haber pensado mal de esa insólita situación.
Puse las balizas, paré el auto en una esquina y corté el reloj como si el viaje hubiera finalizado. Giré hacia el hombre mayor y traté de tranquilizarlo. Después, deslicé una mentira piadosa:
– Usted sabe que a mí también me pasa… Después de andar tantas horas, a veces no sé en qué calle estoy…
El hombre mayor intentaba recordar, yo continuaba hablando pausadamente, y hasta le ofrecí si quería llamar a alguien desde mi teléfono celular. Él cerró los ojos y bajó apenas la cabeza.
En un momento salió de ese estado de shock y esbozó una tímida sonrisa:
– En la esquina de mi casa hay un bar…
El dato no ayudaba mucho, pero percibí que el señor mayor se iba conectando lentamente con sus recuerdos.
Traté de indagar alguna característica de ese bar para seguir con la conversación, y entonces el señor mayor me dijo:
– A la vuelta de mi casa hay un canal de televisión… ¿Cómo era que se llamaba?
Por la zona en la que nos encontrábamos, continué el viaje hacia el canal en cuestión. Mientras tanto, seguí con la charla.
Después de unos minutos –y en el medio de la conversación– le comenté:
– Ahora vamos a pasar por la puerta del canal…
Su mirada se iluminó, tragó saliva, y me pidió que dobláramos en la cuadra siguiente.
– Por acá nomás está bien; ahí es mi casa.
Le cobré sólo lo que marcaba el reloj al momento de detenerlo quince minutos antes, y le dije que lo esperaría hasta que entrara. Sólo quería asegurarme de que su llave pudiera abrir esa puerta.
Cuando lo vi accionar el picaporte respiré aliviado (creo que él también). Levantó su mano para saludarme y yo le respondí el gesto.

No me atrevo a afirmar que el señor mayor padece el Mal de Alzheimer –no tengo los conocimientos para eso– pero de todos modos traté de ayudarlo de la mejor manera que pude.

Después, me quedé pensando en su familia, en sus afectos, y en ese territorio íntimo y sagrado que es la soledad.

sábado, 3 de enero de 2009


7 – Los pájaros perdidos

Todos los días, para ir a buscar el taxi hasta la casa del dueño, debo tomar dos colectivos. Por supuesto, lo mismo me ocurre al regreso. Además del costo del viático, cada vez estoy más restringido con las monedas, que en los últimos tiempos se han vuelto objetos en extinción.
Siempre me pareció un poco presuntuoso que las máquinas expendedoras de boletos en los colectivos, te reciban con la frase: “Indique su destino”. Recuerdo que la primera vez que me topé con esa leyenda en semejante contexto, pensé: “ah, ¿se puede?”.
Pero también me remitió a la voz grabada que surge en el teléfono cuando no nos podemos comunicar: “el destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado”.
Algún día habrá que analizar –lo digo seriamente– la relación que se pretende forzar entre los servicios y el destino, porque no parece ser casual la aparición recurrente de la palabra en cuestión.
Lo curioso es que alguien pueda creer que trasladarse de un sitio a otro, o querer comunicarse telefónicamente, puedan tener algún parentesco con “el destino”. Y si así fuera, los horizontes estarían demasiado cercanos como para imaginar alguna meta elevada, y mucho menos para proyectar un sueño heroico.

¿Cuál será nuestro destino, si cotidianamente banalizamos la palabra que lo nombra?

viernes, 2 de enero de 2009


6 – Contame una historia

Me llama la atención la facilidad confesional que ostentan la mayoría de los pasajeros. Cuando yo estaba de ese lado del auto, advertía claramente el momento en que el taxista de ocasión inducía a entablar algún diálogo. Y hasta ahora creía que la “invitación” a hablar por parte del chofer era casi decisiva para allanar ese contacto entre dos desconocidos. Pero no siempre es así: muchos pasajeros (¡y varias pasajeras!) sueltan una primera frase –así, de la nada– que predispone al monólogo o al diálogo.

Ejemplo 1: una mujer de unos 28 años sube al auto algo apurada. Mientras se va sentando, arremete sin anestesia: “cuando lo encuentre a este imbécil, se le van a terminar las ganas de seguir molestando”. Giro mi cabeza hacia la derecha, con una mirada que refleja haberme perdido varios capítulos. Y ella, sin inmutarse: “seguimos por ésta, yo le aviso (pongo primera y avanzo); pero qué bárbaro, ¿a usted le parece?” La miro por el espejo retrovisor para tratar de sintonizarla. “Mi marido, bueno mi ex marido, ya no sé… Yo notaba que había algo raro; le empecé a revisar los bolsillos, la agenda, el teléfono, y ¡claro!, tiene otra mina. Doblamos en la próxima (lo hago) y seguimos siete cuadras. Quiero ver si el auto de él está en la puerta de la casa de ella, porque ni siquiera es prudente. No se puede ser mentiroso y desordenado. Y si hay alguien desordenado, ése es Cacho. Se llama Ricardo (y me dice el apellido), pero todos lo conocen como Cacho. ¿Y ella cómo lo llamará? No, no me quiero ni enterar. Con lo que sé es más que suficiente, pero ahora el desorden se lo va a tener que bancar ella, porque a mí el doblete no me va. Quiere estar con la otra, ¡muy bien, pero vamos a arreglar todas las cuentas! ¡Todas!”. (De más está decir que me cuenta pelos y señales de “la otra”, y me habla de la moral, del matrimonio y de las recomendaciones que le hizo su abogado). “¡Cómo te equivocaste, Cacho! ¡Y cómo me equivoqué yo! Vaya a saber desde hace cuándo que… buenos usted ya sabe… A ver, a ver, vaya despacio por esta cuadra… Ella vive en (y me dice la dirección exacta, con piso, departamento y todos los chiches). Ahí, ahí está; es el auto rojo, con patente (y me relata las letras y números de la chapa que estoy viendo). No le digo… Pare acá. Cóbrese y quédese con el vuelto”. (Se baja gritando y yo me alejo, a riesgo de perderme la continuidad del escándalo).

Ejemplo 2: un cincuentón me hace señas, paro y sube. Me indica la dirección a la que nos dirigimos y, sin solución de continuidad, espeta: “usted se va a reír, pero ¿puede creer que recorrí cinco lugares y no puedo encontrar el repuesto para arreglar el lavarropas? Ahora me dicen que eso no se fabrica más, que la importación no sé qué, que la crisis qué sé yo… Siempre anduvo fenómeno el lavarropas, pero ahora resulta que no hay repuestos. Se lo había regalado a mi esposa para el cumpleaños (por supuesto, me dice la fecha, el mes, el año, dónde lo compró, en qué sucursal, en cuántas cuotas lo pagó, qué tarjeta de crédito tiene, el nombre de la esposa, hace cuántos años que están casados, los nombres de los tres hijos, qué hace cada uno y las descripciones de los nietos, además de asegurarme que desde hace mucho tiempo, en la segunda quincena de enero, todos los años alquilan la misma casita en Claromecó para ir de vacaciones). Y no sabe lo mal que me atendieron en casi todos los negocios. No me estaban haciendo un favor, sólo me tenían que atender bien. Así estamos, señor; usted se va a reír, pero ¿sabe lo que hace falta en este país? E-du-ca-ción, señor; con eso se arregla todo. Yo, si fuera presidente, soluciono todo en dos minutos”.
Cuando llegamos, demora en bajarse porque sigue esgrimiendo quejas y soluciones mágicas para todo. Por supuesto, después de que encadena varias frases, utiliza la misma muletilla como nexo: “usted se va a reír, pero…”. Para su desilusión, yo permanezco serio.

Ejemplo 3 (genérico): tanto ellas como ellos, más allá de su edad, ocupación, estudios, barrio y poder adquisitivo, tienen teléfono celular. Y en el taxi hablan por teléfono. Hablan de cosas privadas, como si el chofer fuera sordo o no existiera. Y así, sin querer ni proponérselo, uno se entera de amores, infidelidades, conflictos familiares, proyectos laborales, viajes, amistades, horarios, costumbres, secretos, deseos y enfermedades.

Está terminando la jornada. Recién le llevé el auto al dueño y todavía me espera el regreso a casa. Sueño con una ducha y algo rico para comer. Y ahora, mientras camino unas cuadras, disfruto del silencio…

miércoles, 31 de diciembre de 2008


5 – Cambalache

Se cumplió mi primera semana como taxista, con un balance muy positivo. Utilizo la palabra “balance”, porque justo estamos en una época del año muy propicia para estas referencias, y no me olvido de que hasta hace unos días vivía con la incertidumbre de estar sin trabajo.

Pasar a la categoría de desocupado, te transforma (casi) en un muerto civil. Uno podría suponer que el pelotón de fusilamiento viene de parte de lo que podríamos llamar “el mercado laboral”, “la sociedad”, o “el capitalismo salvaje”, y de alguna manera esto también es así, porque las exclusiones son por: a) mucha edad (algo parecido a viejo), o b) por conocimiento (sobrecalificación). ¿Pero, cómo; no pedían gente con experiencia? Sí, responden, pero este trabajo es muy poco para vos. Lo hago igual, dice uno que necesita laburar y pagar las cuentas. Bueno, cualquier cosa te llamamos… Y efectivamente NO te llaman y te consideran exactamente eso: cualquier cosa. Aclaramos que quien mantiene este diálogo con uno anda promediando la adolescencia extendida, su vocabulario no supera las veinticinco palabras, y el supuesto jefe que nos hubiera tocado también tiene veinticinco (pero años) y un flamante master en algo que lo eleva a diez centímetros del suelo y del resto de los mortales. De todos modos, lo peor que puede ocurrir no es esto, para lo que uno está relativamente preparado; lo más inquietante (por definirlo con cierta elegancia) aparece ligado a la gente que podría dar una mano y mira para otro lado, o que de repente se esfuma, y además no sabe y no contesta. Pero, Fulano…, ¿no es el mismo que hasta antes de ayer se comunicaba seguido y te elogiaba al borde de la exageración? Y Mengano…, ¿no es el mismo que cuando necesitó plata prestada o un laburito para la sobrina, utilizó el mail, chat, teléfono, moto, radio-taxi, paloma mensajera y correo postal para ubicarte? Y Zutano…, ¿no es el mismo que estaba deprimido y te pidió con desesperación que lo ayudaras a remontar la cuesta? Las respuestas tienen algo en común: ¡SÍÍÍÍÍ!
Y algo más: varios de los Fulano, Mengano y Zutano han buscado la manera de ofenderse rápidamente por cualquier tontería fabulada, una instancia que pretende invertir los tantos. No sólo no me puedo sentir herido por tanta indiferencia, sino que hasta se supone que debería pedir disculpas de rodillas por asombrosos hechos totalmente ajenos a mí.

Hasta hace algunas semanas mi celular sonaba veinte o treinta veces por día. Ahora la ecuación cambió: cada veinte o treinta días, quizás suena alguna vez. Durante todo el mes de octubre, por ejemplo, me llamaron en una sola oportunidad…, y era equivocado. Si no fuera angustiante, hasta podría ser gracioso.
Yo suponía que esta situación –la de volverse invisible para los ojos de muchos– iba a ser más interesante, pero parece que eso solamente ocurre en las historietas y las películas de aventuras.

Ahora estoy al volante, dispuesto a aprender con estas nuevas experiencias…

jueves, 25 de diciembre de 2008


4 – Pasional

Tanto ayer como hoy se subieron al taxi mujeres hermosas, escotadas, perfumadas, simpáticas y amables. Cuando yo tenía 18 años y manejaba mi primer coche, hubiera dado mi reino a cambio de que una sola chica como las que describí hubiera abordado mi automóvil. Evidentemente, por ignorancia, prejuicio, o falta de análisis, jamás imaginé las bondades del trabajo de taxista en este sentido. ¡A la vejez: viruela! Ahora resulta que estas damas bellas y cautivantes no sólo me hacen señas para subir voluntariamente al vehículo, sino que además me cuentan espontáneamente sus vidas con íntimos detalles, se ríen de mis chistes y encima me pagan.
Qué pena que no me di cuenta a tiempo, porque de ser así no me hubieran podido bajar del asiento del chofer ni con la fuerza pública.

3 – Alma de bohemio

Morocho de techo ponja
y estandarte libertario,
vas yirando por los barrios
a encontrar al peatón
que por langa, remolón,
bacán, snob, o colgado,
tiene el brazo levantado
ante cualquier ocasión.

De mañana se hace tarde
y de noche es inseguro,
cuando hace calor te arde
y si llueve te mojás;
el frío te paraliza
o tal vez estás cansado,
es mejor prenderse un faso
y hablar por el celular.

Viajás cómodo, sentado,
la radio en volumen medio,
para soportar el tedio
en esta inmensa ciudad;
parloteás con el tachero,
“gol”, “dinero”, “tiempo loco”,
y el tipo que se hace el coco
con una mina al pasar.

El chabón se desespera,
abajo la ventanilla,
y con medio cuerpo afuera
le convida una pastilla
de frambuesa y ananá.
Después se acaricia el jopo
y con tono seductor
la desviste de piropos
mientras me grita ¡frená!

Su corazón se acelera,
mezcla flores con envido
anda de yogurt vencido
y la percanta se va,
pero él vuelve a la carga,
se baja desesperado,
me suelta un par de billetes
y ni el vuelto va a esperar.

Acelero entre bocinas,
pero escucho el vozarrón,
un requiebro, otra lisonja…

Mejor doblá en esta esquina,
morocho de techo ponja.

miércoles, 24 de diciembre de 2008


2 – Sueños de juventud

Una nueva jornada en el taxi, tratando de tomarle el pulso a esta realidad diferente. Me quedé pensando en el inesperado viaje hacia la infancia, con el recorrido de sensaciones que eso implica. Trato de recordar cuáles eran las fantasías que proyectaba en aquel tiempo para mi mundo de adulto, y entre ellas no figuraba la de transitar esas mismas calles en el asiento del conductor de un taxi, que además alquilo por día a un valor altísimo. Sí apareció, como un destello que me convida la memoria, el placer que siempre me produjo manejar. Me veo, de pequeño, a bordo de un karting a pedales, esperando ansiosamente el momento de cumplir los 18 para obtener el registro de conductor. Ese momento llegó, tuve mi auto con una sonrisa que no me entraba en la cara, y después, por distintos motivos, estuve varios años sin manejar… Hasta ahora, que vuelvo a descubrir esa misma sensación fascinante, que tanto me ilusionaba en aquel karting azul.
Intuyo que esta vuelta por la niñez contiene varios mensajes: no olvidar los sueños y la lucha por conseguirlos, repensar los cambios laborales durante la vida, repasar los ascensos y descensos económicos que nos han tocado, y finalmente advertir que si bien la fisonomía del barrio ha cambiado, todavía es reconocible en sus aspectos más esenciales. Igual que la mirada de uno, ahora con más brillo y quizás –levemente– con algo más de sabiduría.
Hoy también quiero contar que me tocó crecer en una época en la que casi todas las personas trabajaban en un mismo lugar durante toda la vida. No importaba la tarea, oficio o profesión, porque casi era un orgullo jubilarse (qué tema) en el mismo sitio donde se había empezado, aunque el puesto o cargo fuera otro. Ahora eso ya no sucede, en gran parte porque la mayoría de las empresas o instituciones no duran tanto tiempo.
Es curioso: nos educaron para la permanencia y la quietud, en un país de constantes sobresaltos.
Debemos aprender a cambiar. Tenemos que cambiar el enfoque para poder cambiar. Es imprescindible que estemos dispuestos a cambiar.

lunes, 22 de diciembre de 2008


1 – Volver

Al principio tuve que acostumbrarme a la nueva tarea, pero casi todo se puede aprender. Muchas veces (acaso demasiadas) había sido pasajero en un taxi, pero era la primera vez que me subía en el lugar del conductor. Después de encender el motor, aprendí la primera rutina de rigor: destrabé el seguro de la puerta derecha trasera, encendí el reloj que ilumina la palabra “Libre”, encendí la radio, y me coloqué el cinturón de seguridad. Ya tenía preparado dinero de cambio, tanto en billetes como en monedas. Puse primera y salí a la aventura de poder descubrir nuevas historias, mientras seleccionaba una FM de tangos y el aire acondicionado derrotaba por un rato el tórrido clima.
El primer pasajero apareció rápidamente, mucho antes de lo esperado. Para él sería un viaje más; para mí era el inicio de una nueva etapa.
Al comienzo de la jornada me costó diferenciar las manos alzadas que estaban destinadas hacia mí, porque entre la novedad, la ansiedad y la necesidad, cualquier señal –por imperceptible que fuera– hacía que inmediatamente me aproximara y detuviera el auto. Las mayores confusiones surgían de aquellos que esperaban algún colectivo, porque si bien la mayoría en esos casos levanta la mano bien alto, otros realizaban un movimiento desganado y corto que podía interpretarse como dudoso. Lo más gracioso (y frustrante a la vez) ocurría cuando alguien hacía algún ademán de saludo, o se llevaba la mano hacia la cabeza para arreglarse el cabello, o se desperezaba por el sueño, y uno se detenía –muy servicial, por cierto– con el propósito de sumar un viaje más a la cosecha diaria. Ante esas evidencias, no hacía falta aclarar ante nadie que yo era nuevo en el gremio, y que el reconocimiento de algunos códigos llegaría con más kilómetros de aprendizaje.
Sin embargo, quizás por la suerte que acompaña a todo principiante, el trabajo se hizo intenso con el correr de las horas. Al promediar la tarde, una mujer joven me indicó que primero debíamos pasar por determinado sitio a buscar un juguete, y luego debía llevarla a otro lugar. Así ocurrió, y esperé a que regresara al auto con una enorme caja en la primera escala. Mencionó entonces la dirección a la que deseaba trasladarse, y por un instante me quedé sin reacción. Ella, muy amable, reiteró el pedido ante la sospecha de que no le hubiera entendido, y yo emprendí el camino en medio de nostálgicos recuerdos. No sólo me llevaba al barrio de mi infancia (que hace muchos años no visitaba), sino que cuando descendiera íbamos a estar a sólo una cuadra de la casa que me cobijó durante buena parte de la niñez y la adolescencia. Mientras nos íbamos aproximando resultaba inevitable repasar fragmentos de mi vida, y hasta me pareció verme de pequeño en esa esquina hasta la que mi madre me acompañaba cada mañana a esperar el colectivo para ir a la escuela.
Llegamos, y la mujer joven se dispuso a descender del auto mientras maniobraba con cuidado aquella caja con el juguete. Había preparado el dinero para abonar el viaje, y yo giré apenas hacia atrás con una sonrisa. Ella me devolvió el gesto, creyendo tal vez que mi contento se debía a que me había pagado con cambio, o que me había enternecido con semejante despliegue para el regalo que tanto cuidaba. Nos saludamos. No pude decirle que en realidad le agradecía que me hubiera llevado de paseo por mi pasado más remoto. Después transité esa cuadra con amor y prudencia…, y me dejé ganar por la emoción.