lunes, 22 de diciembre de 2008

1 – Volver

Al principio tuve que acostumbrarme a la nueva tarea, pero casi todo se puede aprender. Muchas veces (acaso demasiadas) había sido pasajero en un taxi, pero era la primera vez que me subía en el lugar del conductor. Después de encender el motor, aprendí la primera rutina de rigor: destrabé el seguro de la puerta derecha trasera, encendí el reloj que ilumina la palabra “Libre”, encendí la radio, y me coloqué el cinturón de seguridad. Ya tenía preparado dinero de cambio, tanto en billetes como en monedas. Puse primera y salí a la aventura de poder descubrir nuevas historias, mientras seleccionaba una FM de tangos y el aire acondicionado derrotaba por un rato el tórrido clima.
El primer pasajero apareció rápidamente, mucho antes de lo esperado. Para él sería un viaje más; para mí era el inicio de una nueva etapa.
Al comienzo de la jornada me costó diferenciar las manos alzadas que estaban destinadas hacia mí, porque entre la novedad, la ansiedad y la necesidad, cualquier señal –por imperceptible que fuera– hacía que inmediatamente me aproximara y detuviera el auto. Las mayores confusiones surgían de aquellos que esperaban algún colectivo, porque si bien la mayoría en esos casos levanta la mano bien alto, otros realizaban un movimiento desganado y corto que podía interpretarse como dudoso. Lo más gracioso (y frustrante a la vez) ocurría cuando alguien hacía algún ademán de saludo, o se llevaba la mano hacia la cabeza para arreglarse el cabello, o se desperezaba por el sueño, y uno se detenía –muy servicial, por cierto– con el propósito de sumar un viaje más a la cosecha diaria. Ante esas evidencias, no hacía falta aclarar ante nadie que yo era nuevo en el gremio, y que el reconocimiento de algunos códigos llegaría con más kilómetros de aprendizaje.
Sin embargo, quizás por la suerte que acompaña a todo principiante, el trabajo se hizo intenso con el correr de las horas. Al promediar la tarde, una mujer joven me indicó que primero debíamos pasar por determinado sitio a buscar un juguete, y luego debía llevarla a otro lugar. Así ocurrió, y esperé a que regresara al auto con una enorme caja en la primera escala. Mencionó entonces la dirección a la que deseaba trasladarse, y por un instante me quedé sin reacción. Ella, muy amable, reiteró el pedido ante la sospecha de que no le hubiera entendido, y yo emprendí el camino en medio de nostálgicos recuerdos. No sólo me llevaba al barrio de mi infancia (que hace muchos años no visitaba), sino que cuando descendiera íbamos a estar a sólo una cuadra de la casa que me cobijó durante buena parte de la niñez y la adolescencia. Mientras nos íbamos aproximando resultaba inevitable repasar fragmentos de mi vida, y hasta me pareció verme de pequeño en esa esquina hasta la que mi madre me acompañaba cada mañana a esperar el colectivo para ir a la escuela.
Llegamos, y la mujer joven se dispuso a descender del auto mientras maniobraba con cuidado aquella caja con el juguete. Había preparado el dinero para abonar el viaje, y yo giré apenas hacia atrás con una sonrisa. Ella me devolvió el gesto, creyendo tal vez que mi contento se debía a que me había pagado con cambio, o que me había enternecido con semejante despliegue para el regalo que tanto cuidaba. Nos saludamos. No pude decirle que en realidad le agradecía que me hubiera llevado de paseo por mi pasado más remoto. Después transité esa cuadra con amor y prudencia…, y me dejé ganar por la emoción.

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