viernes, 14 de agosto de 2009

25 – A quién le puede importar

Un típico ejemplar de pasajero agobiante es aquel que no sólo se siente en la obligación de contar anécdotas personales sumamente pueriles, sino que nutre el extenso relato con detalles irrelevantes. Es el mismo que suele añadir: “si yo le contara mi vida, se podría escribir un libro”, aunque lo más trascendente que le ocurrió durante su existencia fue perder el subte en 1984 por culpa de un kiosquero que se demoró en darle el vuelto cuando compraba un paquete de pastillas de anís. Si por algún diabólico alineamiento de los planetas ese libro llegara a editarse alguna vez, no lo leería ni la familia, que ya está exhausta de escuchar las mismas historias insignificantes en asados, bautismos y cumpleaños.

Como si no fuera suficiente con este deleznable panorama, el señor en cuestión hace acotaciones ante cada frase, bifurcando hasta el infinito el sentido inicial de la pálida historia y llevándola hasta el paroxismo del hartazgo.

Apenas sube e indica la dirección a la que se dirige, arremete sin anestesia: “¿está fresquito, no? Yo me quedaría tomando mate en la cama tapado hasta acá, pero tengo que ir a la casa de mi primo. Bueno, en realidad no somos primos, porque lo crió desde chico una hermana de mi tía, una señora muy buena que ya falleció. Pobre, era tan buena que el velatorio tuvo que durar dos horas más por toda la gente que había ido a despedirse. ¡No se terminaba más! Y eso que había estado internada durante siete meses en terapia intensiva; no, miento, seis meses y medio, pero la gente seguía llegando desesperada como si hubiera tenido muerte súbita. Mire, me acuerdo y... se me hace un nudo en la garganta. ¿Cómo puede ser que una persona tan buena haya tenido que sufrir tanto, mientras que hay tantos desgraciados, delincuentes, que viven lo más campantes? ¡Qué injusticia, señor, qué injusticia! Sin ir más lejos, el otro día estaba escuchando en la radio a un doctor, ese de bigotes que siempre está en la televisión… Uno que tiene la voz gruesa y…, bueno, ya me voy a acordar... Este doctor –¿cómo era que se llamaba? – hablaba sobre los límites de los jóvenes. ¿Qué límites le gritaba yo a la radio? ¿Usted se fijó lo que pasa ahora? ¡Cualquier cosa! En mis tiempos le daban un mamporro y calladito la boca, señor. Después no pude seguir escuchando porque sonó el teléfono; serían las tres menos cuarto, no, miento, tres menos diez. Me acuerdo porque es justo la hora en que saco a dar una vuelta a la perra, una salchicha que tiene un carácter que te la voglio dire. A mí me la regalaron de grande, pero se conoce que cuando era cachorrita le gritaban o algo, porque siempre está exaltada, muy nerviosa. Yo lo hablé varias veces con el veterinario, un señor muy correcto, y me dijo que podía ser. ¡Hay que ser un mal nacido para maltratar así a un animalito! A mí me preguntaron un sábado si quería a la perrita y el martes ya la tenía en mi departamento... ¿Martes? Sí, sí, era martes, porque yo justo volvía de hacer las compras para el puchero. Dejé las bolsas del mercado y ahí nomás la fui a buscar a Tacuarí al 400, entre Belgrano y México; no, miento, entre Belgrano y Venezuela. Hacía un frío ese día; así que cuando me la dieron la abrigué bien con una bufanda que me había tejido mi cuñada. Roja y negra era la bufanda; bueno, también tenía unas líneas muy finitas en gris, pero gris clarito... Mi cuñada me la había regalado para la Navidad de 1991, así que mire de cuándo le estoy hablando. Me acuerdo que esa noche, justo cuando terminamos de comer la ensalada de frutas, mi sobrino saludó a todos y dijo que se iba a brindar a la casa de la novia. No sabe la que se armó. Con decirle que después de las doce yo agarré mi bufanda y me fui porque todavía estaban todos a los gritos. Como yo siempre digo: una cosa es la libertad y otra muy distinta el libertinaje. (Suspira). Qué le va a hacer; son cosas de familia… Y hablando de familia, le contaba que voy a verlo a mi primo; bueno, es como si fuera mi primo, porque está por poner un Parripollo en Floresta. Pero no es un negocio cualunque ni un lugar de morondanga; nooooo... ¡Es un señor local! Muy grande, iluminado, ahí en Emilio Lamarca a media cuadra de Rivadavia. ¿Ubica? Usted sabe que a la vuelta de ahí vivía un amigo del colegio. No, miento, un compañero, porque la amistad es otra cosa…".