lunes, 12 de enero de 2009

8 – Soledad

Hace un par de días, un señor mayor subió al taxi. En vez de decirme la dirección a la que quería ir, optó por indicarme el camino. Yo lo acepté con agrado, porque siempre prefiero que el pasajero viaje a gusto. Así transcurrieron diez minutos.
En un momento advertí que íbamos a volver a pasar por una esquina que habíamos cruzado recientemente. Lo primero que pensé –uno está muy condicionado por la inseguridad que se vive– es que podía tratarse de una señal para que me robaran, pero instintivamente miré de reojo por el espejo retrovisor y vi al señor mayor con un gesto de molestia.
– ¿Sigo derecho? Mire que ya pasamos por esta calle…
La única respuesta que recibí fue el silencio. Insistí amablemente con la pregunta y mi observación, para saber cómo continuaríamos con el recorrido.
Entonces, el señor mayor, con cierta vergüenza, alcanzó a decir:
­– ¿Dónde era que vivía yo?
Por un instante me derrumbé. Luego, me reproché en secreto el hecho de haber pensado mal de esa insólita situación.
Puse las balizas, paré el auto en una esquina y corté el reloj como si el viaje hubiera finalizado. Giré hacia el hombre mayor y traté de tranquilizarlo. Después, deslicé una mentira piadosa:
– Usted sabe que a mí también me pasa… Después de andar tantas horas, a veces no sé en qué calle estoy…
El hombre mayor intentaba recordar, yo continuaba hablando pausadamente, y hasta le ofrecí si quería llamar a alguien desde mi teléfono celular. Él cerró los ojos y bajó apenas la cabeza.
En un momento salió de ese estado de shock y esbozó una tímida sonrisa:
– En la esquina de mi casa hay un bar…
El dato no ayudaba mucho, pero percibí que el señor mayor se iba conectando lentamente con sus recuerdos.
Traté de indagar alguna característica de ese bar para seguir con la conversación, y entonces el señor mayor me dijo:
– A la vuelta de mi casa hay un canal de televisión… ¿Cómo era que se llamaba?
Por la zona en la que nos encontrábamos, continué el viaje hacia el canal en cuestión. Mientras tanto, seguí con la charla.
Después de unos minutos –y en el medio de la conversación– le comenté:
– Ahora vamos a pasar por la puerta del canal…
Su mirada se iluminó, tragó saliva, y me pidió que dobláramos en la cuadra siguiente.
– Por acá nomás está bien; ahí es mi casa.
Le cobré sólo lo que marcaba el reloj al momento de detenerlo quince minutos antes, y le dije que lo esperaría hasta que entrara. Sólo quería asegurarme de que su llave pudiera abrir esa puerta.
Cuando lo vi accionar el picaporte respiré aliviado (creo que él también). Levantó su mano para saludarme y yo le respondí el gesto.

No me atrevo a afirmar que el señor mayor padece el Mal de Alzheimer –no tengo los conocimientos para eso– pero de todos modos traté de ayudarlo de la mejor manera que pude.

Después, me quedé pensando en su familia, en sus afectos, y en ese territorio íntimo y sagrado que es la soledad.

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