lunes, 19 de enero de 2009

9 – Como dos extraños

Algún día tenía que ocurrir.
Desde que comencé esta nueva etapa manejando un taxi, siempre pensé –acaso como una fantasía– que algún amigo o conocido iba a subir como pasajero.
Cuando vi la mano estirada de ella, haciéndome señas para que me detuviera, la miré y pude reconocerla de inmediato. Era una ex compañera de trabajo. Pero, ¿qué haría ella? ¿Se daría cuenta de quién era yo? Y si eso ocurría, ¿se sorprendería, o fingiría no haberme reconocido?
Ella podría tener algunos atenuantes: yo estaba conduciendo un taxi, tenía casi veinte kilos menos desde que nos habíamos visto por última vez cinco meses antes, me había afeitado la barba y usaba lentes oscuros.
Esperé, entonces, a ver qué sucedía.
Ella subió, la saludé sin darme vuelta, y me dijo la dirección a la que nos dirigíamos. Era un viaje de treinta cuadras, aproximadamente.
Durante el trayecto, ella no habló. Yo tampoco invité a generar una conversación. Ella iba pensando, abstraída.
Cuando nos íbamos acercando al final del viaje, tuve que preguntarle si quería que la dejara en la esquina de la dirección indicada, o prefería dar la vuelta –lo que implicaba un costo levemente mayor– para poder detenerme en la puerta. Ella, casi mecánicamente, respondió a favor de la segunda opción.
Imaginé que en ese momento me iba a reconocer por la voz, como le ocurría al viejo criado en el tango La casita de mis viejos. Pero no fue así.
Dimos la vuelta, llegamos, me pagó, saludó y se bajó del auto.
Yo me quedé guardando el dinero con parsimonia, para “relojear” si ella miraba, se daba vuelta, o quería confirmar mi presencia allí. Sin embargo, siguió su camino.
Nunca supo que su ex compañero de trabajo –devenido en taxista– la había llevado.

Disfruté en silencio de esa situación y mi alma de niño me convidó una sonrisa. Aún de grande y en un trabajo no elegido, tenía espacio para jugar al hombre invisible, o para sentirme como un súper-héroe de barrio, con identidad secreta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario