sábado, 28 de marzo de 2009

19 – Suerte loca

La última semana de cada mes se torna arisca para conseguir viajes: el bolsillo aprieta, las cuentas no cierran, y todos tratan de estirar los restos del sueldo anterior hasta el próximo día de pago.

Los atenuantes que funcionan entre el 5 y el 25 del mes –mucho calor, mucho frío, lluvia torrencial, escasez de monedas para el colectivo, apuro en llegar, cansancio– se diluyen rápidamente durante estos días, en los que creemos que manejamos. En realidad, remamos con tenedores de postre en medio de las Cataratas del Niágara, o con sahumerios en un gran charco de dulce de leche repostero.

Cuando por fin ligamos un viaje, es de quince cuadras. Y después, sin resignarnos, una vez más empuñamos los remos para volver a la batalla.

Los números de hoy no me daban para nada. O mejor dicho: me daban lástima, porque las horas transcurrían y se empezaban a esfumar las más recónditas esperanzas de llevarme un manguito para casa después de haber trabajado durante todo el día.

Empezó a caer la tarde y enfilé por la extensa avenida como para dar por concluida la jornada. Me despabiló un brazo en alto del señor que cruzaba por la mitad de cuadra, dispuesto a subir al taxi. Aparentemente, recién salía del Bingo y estaba sonriente. Crucé los dedos suplicando que fuera cierto, porque lo único que me faltaba para rematar el día era llevar a un seco.

Saludó, me dijo la dirección y hasta me indicó espontáneamente el recorrido. ¡Era un viaje bastante largo! Y como si eso fuera poco, el señor se bajaría a escasas cinco cuadras de donde debía entregar el auto. Calculé el importe y suspiré aliviado: ese iba a ser el último viaje por hoy.

El señor seguía con la sonrisa colgada, y ajeno a las precauciones vinculadas con la seguridad, comenzó a hablar. Me contó que había ganado un bingo de 800 pesos, que venía perdiendo y que ya se estaba por ir cuando el azar le juntó en su cartón los quince números que necesitaba. Cifra más, anécdota menos, me relataba (sin saberlo) varias sensaciones de mi propia jornada.

Me habló de su vida, de tango, casinos y cabaret, y en el camino me pidió que nos detuviéramos en un kiosco para comprar bebidas, cigarrillos y golosinas.

Cuando llegamos a su domicilio, el señor sonriente redondeó para arriba la cifra que marcaba el reloj y le agregó una propina.

“¡Suerte!”, me dijo al bajar.

Yo agradecí, apagué la luz de la banderita, trabé la puerta derecha trasera y manejé las últimas cinco cuadras del día. La diosa fortuna se había apiadado de mí, por carácter transitivo.

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