sábado, 28 de febrero de 2009

16 – Fuimos

Muchos pasajeros que suben al taxi, inician el diálogo con una frase del estilo: “¡qué me cuenta de lo que dijo…”. Y en esos puntos suspensivos puede estar desde un funcionario público, hasta la estrellita de moda, pasando por el familiar de un deportista.

A continuación el pasajero hace una serie de comentarios al respecto, cuyo remate –según la frase, el tema, la persona que lo dijo y la edad de quien lo repite– desemboca alternativamente en: “¿a usted le parece?”, “así no se puede vivir”, “¡qué barbaridad!”, “ya no hay educación”, ¿hasta cuándo nos van a mentir?”, “que la corten, loco” y “siempre la misma historia”.

En ocasiones, todo esto remite a generalizar lo particular en los siguientes párrafos. El pasajero, envalentonado y con aire doctoral, esgrime: “acá tendríamos que hacer como en Canadá. Yo tengo un primo que vive en Québec y…”.

Por supuesto, en todos los casos descriptos me limito a intercalar un “ajá”, una frase breve, o a demostrar un supuesto interés para que el pasajero continúe editorializando.

Lo que me preocupa es que se le dé tanta dimensión a las palabras en comparación con las acciones. Existe una preocupación descomunal por lo que dijo fulano, pero no con lo que hizo o hace. Y muchas veces eso es distinto o peor que lo emitido a través de su voz.

Y así nos encontramos con enfáticos discursos políticos que señalan: “vamos a terminar con la desigualdad, la corrupción y la miseria”, y aunque hay gente que aplaude y se ilusiona, uno comprueba rápidamente que nada de eso sucede.

También está ella que le pide a él (o viceversa, o ella a ella, o él a él): “decime que me querés”, y ella o él lo dicen, aunque rara vez lo demuestren.

Además está el empleador que felicita a su empleado por el desempeño, compromiso y lealtad con la empresa, pero le impone más trabajo y responsabilidades por el mismo sueldo, y que ni se le ocurra llegar un minuto tarde.

Cualquier persona que va a comer a un restaurante, sabe que “milanga con fritas” tiene un precio, pero en otro lado el mismo plato cuesta mucho más si se llama “tiernas lonjas de ternera doradas con arpegios de oliva, en suave contorno de papines crujientes”.

Cuando yo era chico, la palabra no solamente estaba asociada a la acción sino también a la honorabilidad. Mis ojos de niño veían que cuando se legitimaba un acuerdo entre dos personas, ambas se daban la mano y pronunciaban la frase: “palabra de honor”. Con eso bastaba, y era mucho más importante que un contrato o una firma.

En algún momento –no recuerdo cuándo– esa expresión fue cayendo en desuso, y también se acentuó la dicotomía, el quiebre, el divorcio, entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se piensa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario